10 Libro de las soledades

Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 09/07/2020 a las 18:28

Escrito por Isaac Alexander

Edición y notas de Fernando Loygorri


IX
     Provengo de algún lugar de Europa. Me jacto de tener sangre india en mis venas por la historia que me contaba mi madre de cuando su padre construyó unos ingenios de azúcar en Cuba. MI abuelo era cubano. Nació en La Habana. Yo estuve en La Habana. Durante el periodo especial. Quería conocer el lugar donde había nacido mi abuelo, no porque tuviera una relación con él -de hecho apenas lo conocí- sino por saber de dónde vienen los compuestos que conforman eso que llamo Isaac Alexander. No me gustó La Habana. No me gustó Cuba. La miseria vuelve miserables a quienes la viven. Estoy convencido de que una persona que no haya vivido en la miseria tiene menos posibilidades de ser un miserable. Escribo tanto sobre la miseria material como sobre la miseria espiritual. Yo anduve solo por La Habana durante treinta días y una mulata gorda y sucia me ofreció enseñarme el coño y comerme la polla por cuatro dólares, una negro flaco como el junco flexible que puebla la sierra de Guadarrama me quiso timar más de sesenta y cuatro dólares, un blanco miope me narró la tragedia de su vida para sacarme dos dólares, una jinetera con aspecto de hippie hizo el negocio del día con el dueño de un paladar y se sacaron entre ambos setenta dólares, un motoconchero me cobró quince veces el precio normal de un servicio por dejárselo a deber hasta el día siguiente; el bochorno de la ciudad de La Habana me producía alucinaciones; bebía tanto que de repente no podía soportar las ganas de mearme y lo acababa haciendo en las escaleras de cualquier portal; vagabundeaba por la ciudad y sentía que cada mirada era para sopesar la posibilidad de sonsacarme un dólar; ¡dólar, dólar, dólar! En La Habana volví a vivir la necesidad de los otros y cómo esa necesidad te obliga, te empuja a hacer lo que sea para sobrevivir un día más, un solo día más; los merodeadores del barrio viejo. Estuve en garitos de mala muerte. Estuve en el Club Habana con la hija de una amiga y las camareras llamaron a la policía secreta porque sospecharon que era un pederasta. Se lo comenté a la madre cuando le dejé a la hija al caer la tarde y me dijo que lo mejor era volver al día siguiente con ella para que nos vieran. Y fuimos y el taxista -que era un secreta- era el mismo que el del día anterior y yo le dije, ¡Qué lástima que en este país tan hermoso, las niñas no puedan estar tranquilas y ser niñas y los hombres no puedan ser decentes tan sólo por ser hombres! El secreta me miró por el retrovisor y calló y yo no pude evitar gritar, ¡Canallas! ¡Canallas! Yo estuve treinta días en La Habana no porque me agradara estar allí sino porque decidí que la miseria no me iba a vencer; decidí que esa ciudad de mierda, con esos habitantes sometidos a la pobreza no iban a poder con mi tendencia natural al amor, la amistad y la gracia; decidí que hasta que no empezara a sentirme a gusto en esa ciudad de mierda, hasta que no le quitara ese calificativo, mierda, no pensaba abandonar; decidí que tenía que reconvertir la pena en vasto amor y salir de la ciudad que vio nacer a mi abuelo con la cabeza llena de pájaros y no llena de carroñeros.
No lo conseguí porque mi recuerdo a día de hoy sigue siendo el mismo y no dejo de sentirme yo también miserable como si la miseria fuera un aire que sobrevolaba la ciudad de La Habana y cualquiera que anduviera por sus calles respiraba ese aire miserable y por lo tanto vivía de él, era él. Lo quiera o no, yo fui un miserable más en La Habana.
Niños de La Habana en 1900
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