La Habana. Puesto de verduras en el Mercado Tocón en 1904
VII
Gentes antiguas en una ciudad antigua. Tengo que marcharme. Quedan siete minutos para que salga el autobús que me devolverá a Madrid. Estoy en Reinosa. Pregunto a B. si llegaré a tiempo. B. mira a su hermana P. y ambas ríen. No lo saben. Debo intentarlo. Lo debo intentar por mí. No quiero seguir más tiempo en Reinosa. Estoy harto de los cantos de los mini-orfeones masculinos cántabros y sus canciones populares. Ha caído la noche. Debe de ser invierno. Ha llovido. Conduzco un coche que me han dejado y que he de dejar aparcado en el parking de la Estación de Autobuses. Voy muy rápido. Demasiado rápido para conducir por las calles de un pueblo. Pienso que cualquier imprevisto puede provocar una desgracia: un niño, una bici, una vieja, una pareja que se besa, una maceta, un derrape. Cualquier cosa, pienso, pero no aflojo. Quiero salir de Reinosa. Quiero volver a mi casa.
La arquitectura de edificio de la Estación de Autobuses no se corresponde con la época en la que me encuentro. Parece un edificio de un siglo posterior, quizá de mediados del XXI. Todo hormigón, muy pocas aristas, con una extraña perspectiva que fuga cónicamente hacia un infinito que no debe de estar muy lejos. Las dársenas parecen pistas de aterrizaje. También me llama la atención la iluminación: una claridad oscura que sí se corresponde con la época en la que me debo encontrar: finales de los años setenta del siglo XX.
Llego a las taquillas. Pregunto si ha salido ya el autobús para Madrid. La taquillera mira a otra que está con ella y mientras mastica chicle como una hortera se ríe y me dice, No, no ha salido pero corra, corra, a ver si se corre; mientras, la otra gime, Donne-moi! Donne-moi! Corro. LLego justo cuando la puerta se estaba cerrando. El conductor me abre. Le doy el billete. Me fijo en que lleva la bragueta abierta.
Me palpita el corazón en exceso. No creo que llegue a taquicardia. Miro la lluvia que cae densa desde hace más de tres días. No recordaba tanta lluvia constante desde que salí de Polonia. Durante un tiempo fui tasador de bibliotecas*. En uno de mis viajes a una antigua abadía en Wittenberg cuyo abad quería desprenderse de gran parte de la biblioteca para acometer arreglos en los tejados, tuve el privilegio de tener entre mis manos varios incunables, alguno del siglo XIII con unas iluminaciones muy precisas. El día en el que tenía que llevarme los libros, llovía a mansalva. Es la única vez en toda mi vida en que he temido la lluvia. Incluso le recé para que no estropeara los manuscritos y llegaran sanos y salvos hasta Zurich donde Herr Pavel, el librero, esperaba el cargamento como agua de mayo para reflotar el negocio que estaba a punto de naufragar.
He de ir a pasear.
En el pueblo cerca del cual vivo hay una casa de comidas. Me gusta ir una vez a la semana. Sólo una. Me gusta crearme rutinas. Volverme rutinario. Hay temporadas en las que me dejo de afeitar no como un síntoma de dejadez sino como una nueva rutina; las hay en las que nada más levantarme me miro el interior de los párpados inferiores y según la coloración más o menos vívida decido si estoy mejor o peor de salud; las hay en las que me hago pajas sólo por las tardes o también en las que no me hago ninguna como forma de contención, como espejismo de que controlo mi vida y sus impulsos. Ahora, digo, he tomado la rutina de ir a comer una vez por semana a la casa de comidas del pueblo cercano al cual vivo. Sí, repito el enunciado con una leve variación. También sus dueños tienen sus rutinas y una de ellas es que cada día de la semana hay un menú, siempre el mismo menú para cada día. Hoy lunes el menú se compone de patatas guisadas, merluza a la romana con guarnición de lechuga, plátano, café y copa. Si se quiere comer otra cosa sólo puede ser a base de raciones.
La casa de comidas la regenta la señora Cristeta y su marido el señor Remigio y los fines de semana los ayuda la hija de ambos, Manuela se llama, una joven china que recién ha cumplido los veintiún años. Dilato el momento en el que vuelva a ver a Manuela. Sopeso la posibilidad de que la señora Cristeta tenga ganas de ser adúltera. Indago en el carácter de Remigio para saber si es manso o si es capaz de coger el garrote que tiene colgado tras la barra y partírmelo en el lomo tras descubrir -si se diera el caso, ya digo- de que Cristeta y yo nos hemos entretenido cualquier tarde de éstas hurgándonos en nuestros agujeros sensibles.
A veces siento esta necesidad de reventar lo cotidiano como un mal tan necesario como el de crear rutinas.
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* Si quieren saber algo más sobre la labor como tasador de bibliotecas de Isaac Alexander, no tienen más que clicar en el nombre resaltado en verde en el texto o buscar en los seriales en la página de inicio de esta revista. Tan sólo advertirles que no terminé de transcribir la serie. No recuerdo por qué. No siempre hay motivos.