(texto escrito el 8 de agosto de 2022
dos días antes del texto de la entrada
06 Olmo Dos Mil Veintidós)
Mientras nado en la piscina de la Casa Museo al caer la tarde, situada en el jardín que se abre ante el porche trasero de la Casa y que tiene en su fondo sur una escultura en bronce de una mujer desnuda, surge en la superficie del agua -un agua no tan azul, algo turbia- lo que en principio creo que es una compresa. Justo en el momento de pensar, ¿Una compresa en el agua? sé que ya he vivido este momento; sé que hace mucho, mucho tiempo y en este mismo lugar creí que mientras nadaba -y no supe desde dónde ni quién- me lanzaban compresas limpias. Ahora, de inmediato, al ver la tela flotar sé que no es una compresa sino el envoltorio de algodón de las pastillas del cloro, las cuales cuando terminan de diluirse aligeran tanto el peso que la ligereza del envoltorio -es de algodón- hace que salga a flote. Lo descubro de inmediato y ese saberlo me produce nostalgia de mi inocencia, de cuando intentaba desentrañar el misterio de las compresas lanzadas a la piscina particular de una Casa Museo en las afueras de una gran ciudad de occidente.
En la habitación del sótano.
Por la noche. Justo antes de hacer la ronda
de las ventanas.
Son mis última palabras. Las siento últimas cada día. Llevo tiempo con la sensación de estar despidiéndome a todas horas como se despide uno de los rincones de una casa en la que ha vivido más de diez años la tarde anterior a mudarse. No puedo disimular. Me he rendido. Lo noto cuando estoy en la gran cocina de la Casa Museo. Me estoy haciendo una ensalada con salmón ahumado. Bebo una cerveza sin alcohol. Veo atletismo en la televisión. Una muchacha europea acaba de batir el récord de su país. Mira a lo lejos mientras sonríe. Eso es occidente, pienso y de resultas de ese pensamiento me emociono y se me saltan las lágrimas. Es la hora el ocaso. Antes de cenar tengo que descender al primer sótano que es el lugar donde se encuentra el cuadro de luces que ilumina todo el exterior de la casa. Realizo la tarea con el cansancio que me deja el haber estado nadando más de una hora. El cansancio también genera miedo en mí.
He cenado en la cocina. Lo he recogido todo. He bajado a mi habitación que se encuentra frente a la puerta que da al cuadro de luces y a la sala de máquinas del ascensor, en el distribuidor del primer sótano. Bajo las escaleras. A mi derecha queda la puerta de la sala de máquinas, a mi izquierda hay una primera puerta. Al abrirla surge otro pequeño distribuidor. En la pared de la izquierda está el ascensor, frente a él una puerta corredera que da a las salas inferiores del museo y al salón de actos. Sigo de frente. Abro una segunda puerta que da a un tercer y último distribuidor. Al fondo está la puerta de mi habitación, antes y a la izquierda hay otra habitación parecida a la mía, algo más pequeña, que también tiene salida al patio con techo retráctil y donde parece habitar un nido de cucarachas. A medida que voy traspasando las puertas, las voy cerrando tras de mí. Arriba he dejado armadas las alarmas. Estoy encerrado en el sótano. Cuando entro en mi habitación y cierro la puerta y las dimensiones del lugar son apropiadas para un ser humano, me relajo y siento como si todo lo que acabo de atravesar no existiera ya, se hubiera ido desvaneciendo a medida que iba cerrando las puertas y armando las alarmas. Armando Las Alarmas podría ser el nombre de un personaje bufo- pienso y de ahí deduzco que quizás haya sido maestro de retórica o analista de textos en una editorial de provincias....
Aquí dejé de escribir la noche del día 8
con la idea de seguir tras la ronda
No recuerdo por qué no seguí.