Alegoría de la Vanitas de Antonio de Pereda. 1632-1636
1 de Octubre de 1996
Querido padre:
Hoy ya es uno de octubre de este año de mil novecientos noventa y seis; el frio, perezoso como siempre a finales de septiembre, ha entrado un poquito cuando he aireado la casa después del sueño de la noche.
Por razones largas que quizá poco a poco vayan surgiendo en esta relación epistolar que hoy tras cuatro años se continúa, voy a mantenerme en contacto contigo por medio de la palabra, mi ámbito favorito, donde mejor me expreso (ahora suena un acordeón y te recuerdo y te querré siempre, siempre). Quiero, si tú quieres, que entre tú y yo se cree una ficción. Un mundo para ti y para mí, donde nadie entre, que nadie sepa.
Padre yo deseo estar en los mares del sur, en una isla que se llame Wotopinga o Islas de los Mares de la Luna, o isla de los Apátridas –que así de caprichosa es la polisemia de Wotopinga- donde las muchachas y los muchachos vagan desnudos por las playas y los ancianos fuman largas pipas con hierbas aromáticas y embriagadoras y las ancianas en alambiques antiquísimos hacen, en las noches de luna nueva, un orujo que pone los pelos de punta y el alma en lanzadera.
Estoy allí desde hace diez años. El tiempo ha hecho que me olvide de civilizaciones y aparatos eléctricos. Y de repente, un día, en la siesta de la isla Wotopinga, sueño con mi padre. Sueño contigo, hombre grande y algo envejecido. Sueño contigo que me dices: "Hijo, te necesito". Pero yo, padre, estoy en la isla Wotopinga o Islas de los Mares de la Luna, o isla de los Apátridas y estoy sin un duro, sin posibilidades de estar a tu lado, porque si me fui fue también porque sentía que quería alejarme. Sin embargo a la tarde siguiente acudes a mi sueño y con tus ojos, pequeños y expresivos, ojos en exceso redondos y demasiado abiertos, vuelves a llamarme. Entonces recuerdo el barco del viejo Hermes, el de los pies ligeros, que viene cada viernes a llevarse las noticias de los vientos a los oídos que las esperan.
Y así te cuento: suenan las guitarras, llega el otoño, el mar en su ocaso se ha teñido de púrpura y espuma, un albatros recorre solitario la llanura de la playa, las gaviotas gritan su hambre y un perrillo mileches husmea la deriva de las corrientes; la arena de la playa es muy blanca y en la tarde me refresca las plantas de los pies cuando camino mirando el sol, unos cirros alegres como siempre y las montañas nevadas aturdidas por un viento cambiante. En mi caminar se me vienen los recuerdos y el futuro. A veces, es cierto, recuerdo el futuro y me lleno de dicha porque en ese lugar tan difuso todo brilla y el ánimo ha encontrado por fin su equilibrio. ¡Bendita isla Wotopinga!
Una anciana india a la que por aquí llaman Diosa Blanca me trajo el otro día una esperanza. Se sentó junto a mí en el porche de mi casa (ya tendremos tiempo de que te describa mi casa y sus vistas) y mientras me ofrecía una bebida para soñar auroras me dijo: "La quietud lleva al contento. El deseo acaba con su objeto. La acción no sirve para nada. Permanecer es lo único importante". Luego me besó la frente y, apoyada en su viejo bastón de madera de sicomoro, se encaminó hacia su chozo, en las lindes del poblado, ajena al bullicio de los hombres.
Llega Hermes en su barca. El puerto se llena de personas. Hermes desde el puente de mando sonríe y lanza letras a los paseantes. Debe ser un abecedario extraño porque nadie lo entiende y todos ríen con las formas de las letras. Desde la balaustrada de mi casa le saludo. Con sus ojos penetrantes me mira y me saluda. Con su gesto me dice que has recibido mi primera carta. Con el movimiento de su mano me invita a seguir escribiéndote. Me dice que te diga que te quiero. Yo te lo digo, padre: Te quiero.