Cuando salgo por la mañana de la Casa Museo en la que trabajo de Guardés de noche, me monto en un coche que no recuerdo y voy hasta un lugar del que nada sé excepto que sé llegar y que las llaves del garaje y de la puerta del piso al que me encamino son las que les corresponden a sus cerraduras.
Anoche tras la ronda de las tres de la madrugada, era tal el calor que sentía que decidí mojar los pies en la piscina. ¡Qué grande es el silencio cuando la oscuridad es grande! Con la luz del móvil he llegado hasta el borde. Me he sentado. Los cipreses y los pinos creaban sobre mí una especie de sujeción vegetal de la bóveda celeste, la cual me ha parecido de piedra y al sentirla así me ha invadido un miedo irracional a la prisión como si estuviera preso en el universo, un universo cerrado, esférico, pétreo cuyo exterior -lo intuyo a la luz de las estrellas- fuera un fuego hirviente, un fuego capaz de arrasar el espacio sideral con una sola de sus lenguas; creo adivinar mientras sumerjo los pies en el agua caldosa de la piscina, que ese fuego tiene una vida que palpita, una vida superior en todo a la vida universal, una vida tan intensa que arde a unas temperaturas que fundirían como papel el diamante.
Miro el reloj antes de meterme en la cama y apagar la luz del cuarto que los empleados del anciano magnate me han adjudicado como mi hogar en los próximos días. Son las cuatro y media de la madrugada. Estoy sudando y desearía, a pesar de mis años, que junto a mí estuviera mi mujer. Pienso la palabras Mi mujer como si en ellas estuvieran contenidas un ser. Ensueño entonces que he llegado de la ronda. Ella ya está en la cama. Sólo viste una braga y duerme de espaldas; por los costados sobresalen las carnes de los pechos y yo siento un impulso ciego que me lleva hacia ella para olerle el coño. ¡Qué gran necesidad de olerle el coño siento a esa hora de la madrugada, en ese ensueño! Me estoy empalmando en la oscuridad de la estancia en el sótano y estoy pasándome la lengua por los labios como paso previo a masturbarme cuando escucho la patas de un animal pequeño arañando las losas del suelo al mismo tiempo que siento el abdomen de una cucaracha que recorre mi vientre como si me buscara el ombligo para introducirse por él en mi cuerpo. Me extraña ese pensamiento. Creo recordar que los ombligos suelen estar cerrados. Me llevo el dedo índice de la mano izquierda a mi ombligo; cuando la cucaracha siente las vibraciones que en el aire provoca la llegada de mi dedo, se aleja y desciende por mis ingles y se queda acurrucada en los pliegues formados entre mi culo y mis muslos. Con el dedo hurgo en el ombligo el cual cede pronto a la presión y como si más que un cierre carnal fuera una membrana fina, mi dedo se abre paso y se hunde sin apenas resistencia en mis tripas. Tengo un orgasmo. La lefa cae sobre la cucaracha y la cuece. Me coloco de lado. Me quedo dormido. No me importan los animales. No me importa que se metan dentro de mí. Me gusta que mi ombligo sea abertura y no cierre. Pienso en Mi mujer y luego me pregunto qué quieren decir esas dos palabras juntas porque cuando las pienso las entiendo pero cuando las recuerdo no sé qué quieren decir.
Cuando iba a cerrar la puerta del piso cuya llave tengo y al que voy cuando salgo de mi trabajo nocturno, escucho una voz tras de mí, una voz femenina. Me dice, Tampoco hoy he dormido. Son los sofocos. Ya sabe, lo de las mujeres. Me giro. La miro. Le digo, Fóllate a alguno y verás que bien duermes, Carmen. Cierro de un portazo. Me escucho a mí mismo gritar, ¡Me cago en tu puta madre!