8h 30m
De repente yo, Olmo Z., recuerdo: mi mujer ha vuelto de Australia, por sorpresa. Estoy en mi casa. Acabo de barrerla, no es una acción puntual, suelo barrer porque Volga es un perro de pelo largo y en cuanto estoy un par de días sin hacerlo el suelo de la casa se oscurece, se mece cuando abro las ventanas y en los rincones se acumula su pelo negro. Como digo acabo de barrerla y suena el timbre del portal. Una voz dice, Telepizza. Yo contesto que no he pedido nada y la voz me contesta que no le responden en el piso al que llama, si podría hacerle el favor de abrir. Abro.
Cuando llaman a mi puerta, se me frunce el ceño y me cruza la frente este pensamiento, Deja de ser un viejo gruñón. El repartidor se habrá equivocado. Sé amable. Abro entonces y frente a mí me encuentro a mi mujer. Mi primer pensamiento es, Menos mal que barrí. Ella se queda en el umbral y cuando me fijo en sus ojos verdes me doy cuenta de que ya casi no los recordaba, lo que se había fijado era más la idea de sus ojos que sus ojos en sí. Luego nos abrazamos el largo abrazo de los tiempos largos en que dos seres que se quieren no se ven. Le hago pasar. Le ofrezco algo de beber. Hace frío.
Mi mujer está muy morena y muy rubia, tiene su gesto el cansancio del viaje y ese cansancio la vuelve bella con un algo de melancolía. Nos preguntamos mientras bebemos un té verde con hierbabuena cuánto hace que estamos separados. Ella calcula rápidamente y dice, Siete meses y doce días. Luego sonríe y baja la mirada y ese gesto atestigua que es ella, es su gesto y también que coja la taza con las dos manos y aspire, como lo haría una niña, los aromas mezclados de las hierbas.
Volga no cesa de hacerle gracias. Mi mujer responde a ellas hasta que sacando su carácter más sureño, lo calma, lo aparta y le avisa de que ya vale. Luego paseamos. Luego nos sentamos a la orilla de un lago e intentamos bebernos un vino con calma pero el frío es intenso. Volvemos entonces. Hacemos la comida y todo parece como cuando vivíamos juntos y las rutinas se hacían tiempo. Comemos. Bebemos un poco más de vino. Ella me cuenta sus estudios en Australia: la incidencia de la medicina occidental entre los aborígenes. Con el estómago lleno y la embriaguez del vino hacemos el follar y nos quedamos dormidos. Como siempre, como si fuera siempre nuestra vida, ella se despierta y se levanta antes, hace un café, vemos una película. Cuando está terminando le pregunto si se quedará a dormir, si se quedará muchos días. Mi mujer sonríe y me dice que no, que se va esta misma tarde, ha cogido una habitación cerca del aeropuerto porque al día siguiente parte hacia Canadá y prefería no tener prisas ni agobiarse con un atasco, Cosas así, dice. Comenta mientras se pone el abrigo de pelo de camello que quizá esté de vuelta para febrero. La acompaño hasta la puerta. Como siempre no se vuelve para decir adiós. Volga y yo nos miramos y dejamos que el resto del día transcurra sin pensar, sin recordar, sin decidir que lo que acaba de pasar ha sido verdad o tan sólo imaginación del que escribe.
De repente yo, Olmo Z., recuerdo: mi mujer ha vuelto de Australia, por sorpresa. Estoy en mi casa. Acabo de barrerla, no es una acción puntual, suelo barrer porque Volga es un perro de pelo largo y en cuanto estoy un par de días sin hacerlo el suelo de la casa se oscurece, se mece cuando abro las ventanas y en los rincones se acumula su pelo negro. Como digo acabo de barrerla y suena el timbre del portal. Una voz dice, Telepizza. Yo contesto que no he pedido nada y la voz me contesta que no le responden en el piso al que llama, si podría hacerle el favor de abrir. Abro.
Cuando llaman a mi puerta, se me frunce el ceño y me cruza la frente este pensamiento, Deja de ser un viejo gruñón. El repartidor se habrá equivocado. Sé amable. Abro entonces y frente a mí me encuentro a mi mujer. Mi primer pensamiento es, Menos mal que barrí. Ella se queda en el umbral y cuando me fijo en sus ojos verdes me doy cuenta de que ya casi no los recordaba, lo que se había fijado era más la idea de sus ojos que sus ojos en sí. Luego nos abrazamos el largo abrazo de los tiempos largos en que dos seres que se quieren no se ven. Le hago pasar. Le ofrezco algo de beber. Hace frío.
Mi mujer está muy morena y muy rubia, tiene su gesto el cansancio del viaje y ese cansancio la vuelve bella con un algo de melancolía. Nos preguntamos mientras bebemos un té verde con hierbabuena cuánto hace que estamos separados. Ella calcula rápidamente y dice, Siete meses y doce días. Luego sonríe y baja la mirada y ese gesto atestigua que es ella, es su gesto y también que coja la taza con las dos manos y aspire, como lo haría una niña, los aromas mezclados de las hierbas.
Volga no cesa de hacerle gracias. Mi mujer responde a ellas hasta que sacando su carácter más sureño, lo calma, lo aparta y le avisa de que ya vale. Luego paseamos. Luego nos sentamos a la orilla de un lago e intentamos bebernos un vino con calma pero el frío es intenso. Volvemos entonces. Hacemos la comida y todo parece como cuando vivíamos juntos y las rutinas se hacían tiempo. Comemos. Bebemos un poco más de vino. Ella me cuenta sus estudios en Australia: la incidencia de la medicina occidental entre los aborígenes. Con el estómago lleno y la embriaguez del vino hacemos el follar y nos quedamos dormidos. Como siempre, como si fuera siempre nuestra vida, ella se despierta y se levanta antes, hace un café, vemos una película. Cuando está terminando le pregunto si se quedará a dormir, si se quedará muchos días. Mi mujer sonríe y me dice que no, que se va esta misma tarde, ha cogido una habitación cerca del aeropuerto porque al día siguiente parte hacia Canadá y prefería no tener prisas ni agobiarse con un atasco, Cosas así, dice. Comenta mientras se pone el abrigo de pelo de camello que quizá esté de vuelta para febrero. La acompaño hasta la puerta. Como siempre no se vuelve para decir adiós. Volga y yo nos miramos y dejamos que el resto del día transcurra sin pensar, sin recordar, sin decidir que lo que acaba de pasar ha sido verdad o tan sólo imaginación del que escribe.