Las noches en las que se escuchan en la lejanía las ondas del mar tienen ecos de bajo romanticismo sobre todo para aquellos que no nacimos a orillas de ningún mar ni de río importante aunque la importancia de un río -como bien expresaba Pessoa- tiene más que ver con enlazar una mano deseada a su orilla que con las mercaderías de oro y plata que llegaran por sus aguas, río arriba; si además le añado la levedad de un visillo que se mece, suavemente, con la brisa y una luna que creciente se eleva, se produce en mí un deseo de cuerpo de mujer entre mis brazos. Así era el inicio de la noche en la mansión de Catherine Evans.
Serían las siete y media de la tarde cuando Madeleine entró en mi habitación. Yo estaba en ese momento tomando un baño muy caliente y me había quedado medio amodorrado; la criada entró en el baño sin el menor pudor. Me despertó su voz que decía, Le he dejado ropa de etiqueta para la cena. Según me dice la señora tiene la misma talla que su difunto esposo. Ahora, la verga la tiene usted mucho más grande y gorda. Ésa es verga de sangre. Y riendo salió. Yo también sonreí y me miré la verga -como la llamaba Madeleine- que estaba erecta como si los libros de la biblioteca, el recuerdo de las piernas de la viuda y los pechos generosos de la criada hubieran ejercido en mí de filtro de amor.
Me demoré en el placer del agua caliente, en la lentitud al afeitarme; gocé con el aroma de la loción y con una colonia con ecos de bosque que solía ponerme cuando en noches como ésta la sensualidad empezaba en los dondiegos. Dejé a mi pelo castaño claro que adoptase la forma que quisiera porque sabía que mi pelo ejercía cierta fascinación sobre los demás, no sólo sobre las mujeres, también sobre los hombres, unos con envidia y otros con admiración, solían hacer comentarios acerca de lo caprichoso de sus molduras y direcciones. Me dirigí luego a la alcoba y encima de la cama encontré un smoking blanco, camisa blanca con gemelos de oro y una pajarita carmesí. A las ocho y diez bajé al comedor. Nada más entrar Catherine me ofreció un martini seco con su correspondiente aceituna y puso música de Bill Evans a un volumen tan perfecto que me sorprendió. Le mesa había sido puesta con manteles blancos de hilo de Holanda, las copas eran de cristal tallado, las del vino blanco verde oscuro y transparentes las demás; me llamaron la atención unos aguamaniles con un craquelado que recordaba a los aguamaniles romanos -más tarde supe que eran originales, de la época del gran Calígula comentó Madeleine- en los cuales se representaban escenas orgiásticas; en el mío dos sátiros daban caza a una doncella que en actitud extática se dejaba arrancar la túnica.