Retrato de Simonetta Vespucci de Piero di Cosimo. 1490
III
Cuando imagino la labor de un tanatopráctico -embalsamador se decía desde antiguo. Sólo que embalsamador no es un palabra que en los tiempos modernos sugiera ciencia, rigor (no rigor mortis), asepsia, camilla blanca, luz blanca, sondas, vías, esas cosas que hacen que la labor de mantener un cuerpo visible durante una horas se asemeje, por mor de la paradoja, a una labor casi médica- siento una gran paz. Mi ideal del tanatopráctico es una mujer callada, de mediana edad, divorciada, con los ojos grandes y la boca grande y las manos grandes a la que le gusta escuchar pop inglés de los setenta mientras vacía de fluidos el cadáver e introduce los conservantes necesarios para pasar sin sobresaltos las veinticuatro horas siguientes. Una mujer que le vaya diciendo al muerto lo que le va a hacer, si sentirá un pinchazo aquí, un poco de frío por allá y que cuando encuentre una cicatriz en el cuerpo yerto, se detenga y le pregunte cómo se hizo aquello e incluso le pida que le deje adivinar. La embalsamadora podría ser el título de un cuento gótico con lunas llenas, amores imposibles, noches de tormenta y parajes boscosos.
Al levantarme el viento azotaba las contraventanas de la casa. Muchas noches se me olvida asegurarlas y despierto de un sueño en el que soy piloto de un velero de tres palos en un mar tempestuoso. A mi lado se encuentra un grumete que quiere ser valiente y que en mitad de la tempestad me grita: ¿Aseguro las contraventanas? Señor timonel ¿Las aseguro? Mis manos están empapadas y apenas las siento. No me atrevo a decirle al muchacho que poco importa que aseguremos contraventanas porque la nao se va a pique.
Hacia el mediodía veo que se acerca un coche. Es raro porque el camino que llega hasta mi casa, muere en ella. Supongo que alguien se habrá extraviado. Me equivoco. Resulta ser mi sobrino, al que en alguna ocasión he llamado Pseudo Lucilo y al que suelo escribir cartas filósofas, si se me permite el apelativo, con el que quiero indicar que no alcanzan en absoluto la categoría de filosóficas. Tampoco son cartas morales porque la moral es hacer lo correcto y eso es algo que yo nunca supe hacer. Viene en un coche viejo, un Ford K que le regalé cuando decidí dejar de conducir. Viene acompañado por una mujer joven -joven para mí, claro- llamada M. con la que parece que mantiene una relación amorosa desde hace un tiempo. Nada más verla y nada más mirarme descubro que M. tiene un mirada inolvidable. M. hace renacer en mí el deseo y desde el primer momento pongo en marcha las artimañas de un amante al que aún le quedan un par de balas en la recámara. Cocino un ragú de ternera con una vieja receta en la que el vino de Oporto le da un sabor sensual. Despliego todo el encanto del que soy capaz tanto en la charla como en la elección de los vinos. Me muestro ágil, cortés, amigable y ella poco a poco empieza a fijarse en la cola de pavo que he desplegado para ella y cada vez más sus ojos se dirigen a mis manos y nos rozamos en la cocina mientras lo recogemos todo y le pedimos a mi sobrino que descanse, que bastante ha hecho con conducir.
La tarde es un paseo largo por los alrededores. Hamlet y Donjuán acompañan mi pavoneo comportándose como los auténticos perros de un conde medieval que se hubiera retirado del mundanal ruido. Las gatas ronronean satisfechas cuando M. les acaricia el lomo y me sonríe. Insisto en que se queden a dormir y mi insistencia tiene premio. Tras la cena, frugal y regada con un vino de la Ribera del Duero, le hago a mi sobrino una infusión a la que añado unas gotas de láudano, las justas para que el sueño parezca natural.
M. me mira con malicia. Yo sonrío y hago un gesto de disculpa. Me toma la mano derecha y se la lleva al pecho. Acaricio ese pecho joven y alegre como el brillo de su mirada. Acerco mi boca vieja a la suya joven y al unirse ambas bocas generan una nueva que podría llamar madura. El sofá se nos hace estrecho. Sus caderas son anchas como los océanos y sus muslos tienen la consistencia de los fustes de las columnas griegas. Toda ella es un templo. Yo sólo soy un suplicante.
En mi alcoba nos desnudamos. Nos echamos en la cama -grande como un cuadrilátero- donde nuestros deseos puedan luchar hasta agotarse y me agoto en su cuello y me agoto en sus manos, y me agoto en su sexo que me recuerda la geometría de los jardines franceses y me agoto en el olor de su pelo y en la contemplación de sus ojos y las horas pasan gozándonos hasta que la aurora de rosáceos dedos y el canto de los pájaros de la amanecida nos recuerdan a las doce campanadas de la inmortal Cenicienta y las consecuencias que podrían derivarse si nos quedáramos dormidos y mi sobrino tras el sueño reparador del opio, nos sorprendiera en tan grato descansar. Se va M. de la alcoba y nunca hasta entonces la había sentido tan vacía.
Me levanto tarde. Sobre la mesa de la cocina mi sobrino ha dejado una nota. Me da las gracias por mi hospitalidad. Promete volver pronto. M. escribe, Una jornada inolvidable. Me preparo un café. Soy feliz. Aún huelo a ella.