El cuarto día es la resaca del día anterior por la mañana, la excursión hasta Teverga, la comida en La Chabola, el encuentro con Mauri, el paseo por la ruta del Oso, el baño en el río Trubia, la vuelta a Grao y la disertación de Valentín ya por la noche sobre su concepto de la luz.
No dio tiempo el cuarto día de dar nuestro paseo por la ribera del Cubia. Desayunamos como todos los días en el bar Valentín y yo y esperamos a que Luis apareciera. ¡Ay, los alcoholes de la noche! ¡La fiesta! ¡La jarana! El inicio del viaje fue lento y luminoso. El sol seguía luciendo y poco a poco nos fuimos adentrando y subiendo por la carretera de Teverga. Puede que fuera ese adentrarse por selvas frondosísimas mientras ascendíamos hacia las cumbres de los puertos, por el que Luis y Valentín se fueron desamodorrando -si se me permite el palabro- y pronto estaban charlando sobre puertos, cimas, caminos, lugares hermosos, rutas, recuerdos. Íbamos en el coche de Valentín. Luis delante. Yo detrás. Me gusta estar detrás mientras escucho a mis amigos hablar de tantos y tantos lugares asturianos, con qué seguridad nombran pueblos, ventas, otros viajes.
Habíamos decidido parar antes de llegar a nuestro destino en algún prado de alguna de las montañas de esta carretera de Teverga para brindar por nosotros con una botella de sidra que habíamos traído ex profeso. Iba buscando Valentín el sitio exacto donde en otra ocasión paró y disfrutó de unas vistas incomparables de la serranía que atravesábamos. No quiso el destino acompañarnos y tras un par de intentos desistimos; en el primero unas vacas nos miraron recelosas como si nos estuvieran avisando de que protegerían con su vida la vida de un ternerillo que estaba tumbado entre ellas; en la segunda parada aparcó otro coche de donde salió una pareja de unos sesenta años con sus sillas plegables, su mesa plegable, su sombrilla y su comida y tras descender unos metros llegaron a una especie de bancal donde plantaron su comedor. El cuarto día era sábado y hacía bueno.
Llegamos al fin a Teverga. Todos recuperados de la noche anterior, con ganas de volver a comer y a beber y a charlar. Nos sentamos en la terraza del porche del restaurante La Chabola y lo primero que hicimos fue meternos entre pecho y espalda un pulpo a la gallega y un cachopo del lugar regado con una buena cerveza fresca que luego devino en vino tinto. Frente a la mesa vemos la iglesia del pueblo que tiene tras ella un macizo de piedra que me hace pensar en el peso de la tierra. Estamos en un pueblo en los valles profundos de la cordillera cantábrica; es un sábado de sol, amable, de ese tipo de fines de semana familiares, justo antes del final del verano cuando se apuran sus últimos días y en mitad de esa apariencia casi bucólica -aunque sea bucólica moderna- aparece al poco de llegar nosotros, un pedazo de macarra con su piva que es otra pedazo de macarra; es un macarra, además, de gimnasio; sus espaldas son como las del gorila de espalda plateada -con mis disculpas al gorila por la comparación-; su mandíbula es feroz; sus ojos pequeños y bobos; viste a la americana, con gorra de beisbol y camiseta de algún equipo deportivo; su voz cazallera pide un chupito de lo mío mientras su piva -porque va de su piva- revolotea alrededor de él, le sirve, se exhibe y gesticula una y otra vez cuando su maromo saca el móvil y hace un video mientras le grita al colega al que se lo manda, la puta suerte que tiene de estar donde está y haciendo lo que le sale de la punta de la polla, ¿Me entiendes? Debe de ser un macarra de los alrededores porque los camareros lo conocen y él se mueve como si estuviera en casa. El segundo detalle me hizo recordar aquella máxima que dice, la casualidad es el orden natural de los acontecimientos porque poco después llega a la plaza del pueblo de Teverga un Porche último modelo, plateado, de donde sale una muchacha de ensueño, vestida con un traje años cincuenta de color rosa palo, adorna sus cabellos -recogidos en un moño italiano-con un tocado de tela negra también vintage; él, por supuesto, viste polo, pantalones vaqueros y náuticos. Todo en ellos rezuma la misma impostura -en este caso repipi- que en el caso de los macarras era su chulería. La aparición de estos dos tipos de personas en lo alto de una montaña asturiana, un sábado de primeros de septiembre es un ejemplo perfecto de lo que es el turismo hoy en día.
Hacia las tres y tras haber tomado como aperitivo el pulpo y el cachopo, llega el amigo de Valentín, Mauri, con el que pasaremos la comida y la tarde charlando sobre ópera -Mauri quiere montar La Traviata y que Valentín haga el diseño de luces- y paseando para bajar las viandas y los caldos por la Ruta del Oso. Hay dos momentos muy curiosos en el paseo: Mauri canta un pasaje de una Ópera mientras atravesamos un túnel de piedra muy largo y ya de vuelta encontramos una bajada al río en el que nos bañaremos como dios nos trajo al mundo Mauri, Luis y yo.
De vuelta a Grao, Luis se va con Mauri en su coche y yo me voy con Valentín. Durante el camino de vuelta hablamos de viejos amigos, de amores perdidos.
Esa noche a Luis le duele la espalda y se va pronto a la cama. Valentín y yo nos quedamos en el comedor -que es una habitación contigua a la galería- y la velada consistirá en una disertación amplia -y sin apenas discusión- de la idea que tiene Valentín de su arte y de lo que enseña a sus alumnos en las escuelas privadas de cinematografía porque -como expresa con cierta tristeza- debido a que no tiene una licenciatura, él no puede dar clases en la Universidad. A eso yo lo llamo diplomatitis severa una dolencia que suele ir asociada a la meritocracia académica.
Ya sólo nos queda un día, el domingo, que además es día de mercado en Grao y antes de volver a Madrid tanto Valentín como Luis quieren hacer algunas compras. El día ha sido largo. Mi último recuerdo antes de dormir es del macarra de la mañana: coge a su piva del talle, la atrae hacia sí y le pega un mordisco en el labio mientras lo graba con su teléfono móvil y lo envía al colega al que tras separar a la piva, le espeta ¿Qué te parece, colega, mola o no mola? Y suelta una carcajada aguardentosa que me hiela la sangre porque ese macarra es un símbolo perfecto del fascismo, de la vuelta del fascismo.
No dio tiempo el cuarto día de dar nuestro paseo por la ribera del Cubia. Desayunamos como todos los días en el bar Valentín y yo y esperamos a que Luis apareciera. ¡Ay, los alcoholes de la noche! ¡La fiesta! ¡La jarana! El inicio del viaje fue lento y luminoso. El sol seguía luciendo y poco a poco nos fuimos adentrando y subiendo por la carretera de Teverga. Puede que fuera ese adentrarse por selvas frondosísimas mientras ascendíamos hacia las cumbres de los puertos, por el que Luis y Valentín se fueron desamodorrando -si se me permite el palabro- y pronto estaban charlando sobre puertos, cimas, caminos, lugares hermosos, rutas, recuerdos. Íbamos en el coche de Valentín. Luis delante. Yo detrás. Me gusta estar detrás mientras escucho a mis amigos hablar de tantos y tantos lugares asturianos, con qué seguridad nombran pueblos, ventas, otros viajes.
Habíamos decidido parar antes de llegar a nuestro destino en algún prado de alguna de las montañas de esta carretera de Teverga para brindar por nosotros con una botella de sidra que habíamos traído ex profeso. Iba buscando Valentín el sitio exacto donde en otra ocasión paró y disfrutó de unas vistas incomparables de la serranía que atravesábamos. No quiso el destino acompañarnos y tras un par de intentos desistimos; en el primero unas vacas nos miraron recelosas como si nos estuvieran avisando de que protegerían con su vida la vida de un ternerillo que estaba tumbado entre ellas; en la segunda parada aparcó otro coche de donde salió una pareja de unos sesenta años con sus sillas plegables, su mesa plegable, su sombrilla y su comida y tras descender unos metros llegaron a una especie de bancal donde plantaron su comedor. El cuarto día era sábado y hacía bueno.
Llegamos al fin a Teverga. Todos recuperados de la noche anterior, con ganas de volver a comer y a beber y a charlar. Nos sentamos en la terraza del porche del restaurante La Chabola y lo primero que hicimos fue meternos entre pecho y espalda un pulpo a la gallega y un cachopo del lugar regado con una buena cerveza fresca que luego devino en vino tinto. Frente a la mesa vemos la iglesia del pueblo que tiene tras ella un macizo de piedra que me hace pensar en el peso de la tierra. Estamos en un pueblo en los valles profundos de la cordillera cantábrica; es un sábado de sol, amable, de ese tipo de fines de semana familiares, justo antes del final del verano cuando se apuran sus últimos días y en mitad de esa apariencia casi bucólica -aunque sea bucólica moderna- aparece al poco de llegar nosotros, un pedazo de macarra con su piva que es otra pedazo de macarra; es un macarra, además, de gimnasio; sus espaldas son como las del gorila de espalda plateada -con mis disculpas al gorila por la comparación-; su mandíbula es feroz; sus ojos pequeños y bobos; viste a la americana, con gorra de beisbol y camiseta de algún equipo deportivo; su voz cazallera pide un chupito de lo mío mientras su piva -porque va de su piva- revolotea alrededor de él, le sirve, se exhibe y gesticula una y otra vez cuando su maromo saca el móvil y hace un video mientras le grita al colega al que se lo manda, la puta suerte que tiene de estar donde está y haciendo lo que le sale de la punta de la polla, ¿Me entiendes? Debe de ser un macarra de los alrededores porque los camareros lo conocen y él se mueve como si estuviera en casa. El segundo detalle me hizo recordar aquella máxima que dice, la casualidad es el orden natural de los acontecimientos porque poco después llega a la plaza del pueblo de Teverga un Porche último modelo, plateado, de donde sale una muchacha de ensueño, vestida con un traje años cincuenta de color rosa palo, adorna sus cabellos -recogidos en un moño italiano-con un tocado de tela negra también vintage; él, por supuesto, viste polo, pantalones vaqueros y náuticos. Todo en ellos rezuma la misma impostura -en este caso repipi- que en el caso de los macarras era su chulería. La aparición de estos dos tipos de personas en lo alto de una montaña asturiana, un sábado de primeros de septiembre es un ejemplo perfecto de lo que es el turismo hoy en día.
Hacia las tres y tras haber tomado como aperitivo el pulpo y el cachopo, llega el amigo de Valentín, Mauri, con el que pasaremos la comida y la tarde charlando sobre ópera -Mauri quiere montar La Traviata y que Valentín haga el diseño de luces- y paseando para bajar las viandas y los caldos por la Ruta del Oso. Hay dos momentos muy curiosos en el paseo: Mauri canta un pasaje de una Ópera mientras atravesamos un túnel de piedra muy largo y ya de vuelta encontramos una bajada al río en el que nos bañaremos como dios nos trajo al mundo Mauri, Luis y yo.
De vuelta a Grao, Luis se va con Mauri en su coche y yo me voy con Valentín. Durante el camino de vuelta hablamos de viejos amigos, de amores perdidos.
Esa noche a Luis le duele la espalda y se va pronto a la cama. Valentín y yo nos quedamos en el comedor -que es una habitación contigua a la galería- y la velada consistirá en una disertación amplia -y sin apenas discusión- de la idea que tiene Valentín de su arte y de lo que enseña a sus alumnos en las escuelas privadas de cinematografía porque -como expresa con cierta tristeza- debido a que no tiene una licenciatura, él no puede dar clases en la Universidad. A eso yo lo llamo diplomatitis severa una dolencia que suele ir asociada a la meritocracia académica.
Ya sólo nos queda un día, el domingo, que además es día de mercado en Grao y antes de volver a Madrid tanto Valentín como Luis quieren hacer algunas compras. El día ha sido largo. Mi último recuerdo antes de dormir es del macarra de la mañana: coge a su piva del talle, la atrae hacia sí y le pega un mordisco en el labio mientras lo graba con su teléfono móvil y lo envía al colega al que tras separar a la piva, le espeta ¿Qué te parece, colega, mola o no mola? Y suelta una carcajada aguardentosa que me hiela la sangre porque ese macarra es un símbolo perfecto del fascismo, de la vuelta del fascismo.
Mujer con niño muerto. Käthe Kollwitz. 1903