La maison de madame Evans estaba a las afueras de Mimizan; se elevaba sobre un promontorio -no llegaba a colina, ni siquiera a otero la elevación-; la fachada principal se ofrecía al mar que rielaba muy azul a unos cuantos kilómetros; era una casa antigua, venida a menos. Mi jefe, el librero Pavel, debía de tener una red de espías que le informaba de las ruinas de los ricos y en cuanto se enteraba de alguna desgracia pecuniaria de mayor cuantía, investigaba en el campo que a él le interesaba y si descubría que el arruinado tenía un ejemplar bibliográfico de mediana importancia se lanzaba sobre él como los buitres sobre la carroña -bueno en realidad me lanzaba a mí o a Elisabeta que era la tasadora de la librería- con una oferta por la que casi siempre salía ganando. Según me contó Elisabeta que llevaba ya varios años con él, tan sólo en dos ocasiones, de las más de doscientas de las que ella tenía conocimiento, el negocio le había salido mal. Toda una proeza según me pareció colegir por la admiración con que mi compañera me lo contó al tiempo que me enseñaba las estrategias que había de realizar para ganar lo más posible en el menor tiempo porque la brevedad -me decía- está en relación directamente proporcional con el precio.
Para llegar hasta allí había alquilado un pequeño descapotable -un Triumph- con el que disfruté mucho recorriendo una carretera que serpenteaba entre pequeños bosques y grandes prados en los que pastaban -como si fueran postales- vacas y terneros blancos. He de decir que el descapotable formaba parte de la estrategia de compra. Nada lo dejaba al azar el bueno del señor Pavel. Por ejemplo si el vendedor era un hombre heterosexual enviaba a Elisabeta; si, como en este caso, era una mujer heterosexual enviaba a un hombre. Deduce tú, querida, las restantes combinaciones.
Llegué hacia las doce de la mañana, me abrió la puerta una mucama negra con un fuerte acento africano en su francés, probablemente sería oriunda de Senegal, que me pidió que esperara en un vestíbulo muy amplio y muy fresco hasta que su señora acudiera. Me gustó el pecho de aquella mujer que dejaba entrever gracias a un generoso escote y sus fuertes pantorrillas me hicieron imaginar gimnásticos juegos eróticos a la luz de una vela (no sé por qué a la luz de una vela). Se llamaba Madeleine. Cuando apareció madame Evans, viuda de monsieur Saint-Simon, el contraste de la piel con la de su criada me hizo sentir que aquella mujer era un fantasma porque si Madeleine era como he dicho hermosamente de ébano, madame Evans era decididamente albina, blanca como la leche de las vacas blancas que había visto en los prados; era enjuta de carnes, de mirada triste, con el pelo rojizo y unos labios finos que apenas sabían sonreír y sin embargo entre tanta escasez -permíteme querida Anail que me exprese así- creí entrever una especie de calma volcánica en lo más recóndito de su ser; de hecho al mirar sus ojos negros se me vino a la cabeza el Etna y sentí como si bastara un pequeño movimiento en su piel para que un caudal de lava y fuego pudiera surgir de ella dejando reducido a cenizas a quien estuviera cerca. Catherine Evans se me acercó mientras extendía su mano derecha y con una voz cuya gravedad me sorprendió, me dio la bienvenida y me ofreció un Campari antes de iniciar mi trabajo. Yo acepté gustoso y la seguí hasta el jardín que se encontraba en la parte posterior de la casa.
Antes de seguir he decirte cuál era el libro -la presa los llamaba Herr Pavel- que había de conseguir a un precio irrisorio; se trataba del primer volumen del Diario de los literatos de España una de las publicaciones periódicas más notables del siglo XVIII español, cuyo primer número vio la luz en la segunda quincena de abril del año 1737; según me dijo Pavel todo el resto de la biblioteca del difunto Saint-Simon apenas tenía interés y aún así podía llegar a hacerle a la viuda una propuesta por toda ella si no conseguía introducir en un lote generoso -cuya lista de títulos también me proporcionó- el susodicho Diario.
Así es que ahí estaba yo con la viuda. Al sentarse frente a mí -a la sombra de un viejo roble- y cruzar las piernas dejó sin restituir al muslo la parte de abajo del vestido que llevaba puesto; un vestido ligero de gasa, estampado de flores rojas; más tarde se subiría el vestido justo hasta el filo de las bragas que eran blancas y aún así más oscuras que su piel, so pretexto de tomar un poco el sol en las piernas para que la vitamina de D alimentara su cuerpo sólo que al hacerlo y al explicarme el motivo de lo impúdico de su gesto creí entrever una insinuación que yo desvié con la excusa de empezar a realizar mi trabajo. Catherine sonrió, tocó un campanilla y cuando Madeleine apareció le dijo que me llevara hasta la biblioteca. Antes de irme me ordenó lo siguiente, Tiene el día y la tarde de hoy para tasar la biblioteca de mi difunto marido. Comemos a las dos. Cenamos a las ocho. Dormirá -si no le importa- aquí y mañana por la mañana cerraremos el trato tanto si hay acuerdo como si no. Yo acepté todas sus sugerencias. La viuda le dijo a la criada que prepara la habitación malva. Sonrió de nuevo y cerrando los ojos siguió tomando el sol en el rostro y en sus blanquísimas extremidades inferiores.
Para llegar hasta allí había alquilado un pequeño descapotable -un Triumph- con el que disfruté mucho recorriendo una carretera que serpenteaba entre pequeños bosques y grandes prados en los que pastaban -como si fueran postales- vacas y terneros blancos. He de decir que el descapotable formaba parte de la estrategia de compra. Nada lo dejaba al azar el bueno del señor Pavel. Por ejemplo si el vendedor era un hombre heterosexual enviaba a Elisabeta; si, como en este caso, era una mujer heterosexual enviaba a un hombre. Deduce tú, querida, las restantes combinaciones.
Llegué hacia las doce de la mañana, me abrió la puerta una mucama negra con un fuerte acento africano en su francés, probablemente sería oriunda de Senegal, que me pidió que esperara en un vestíbulo muy amplio y muy fresco hasta que su señora acudiera. Me gustó el pecho de aquella mujer que dejaba entrever gracias a un generoso escote y sus fuertes pantorrillas me hicieron imaginar gimnásticos juegos eróticos a la luz de una vela (no sé por qué a la luz de una vela). Se llamaba Madeleine. Cuando apareció madame Evans, viuda de monsieur Saint-Simon, el contraste de la piel con la de su criada me hizo sentir que aquella mujer era un fantasma porque si Madeleine era como he dicho hermosamente de ébano, madame Evans era decididamente albina, blanca como la leche de las vacas blancas que había visto en los prados; era enjuta de carnes, de mirada triste, con el pelo rojizo y unos labios finos que apenas sabían sonreír y sin embargo entre tanta escasez -permíteme querida Anail que me exprese así- creí entrever una especie de calma volcánica en lo más recóndito de su ser; de hecho al mirar sus ojos negros se me vino a la cabeza el Etna y sentí como si bastara un pequeño movimiento en su piel para que un caudal de lava y fuego pudiera surgir de ella dejando reducido a cenizas a quien estuviera cerca. Catherine Evans se me acercó mientras extendía su mano derecha y con una voz cuya gravedad me sorprendió, me dio la bienvenida y me ofreció un Campari antes de iniciar mi trabajo. Yo acepté gustoso y la seguí hasta el jardín que se encontraba en la parte posterior de la casa.
Antes de seguir he decirte cuál era el libro -la presa los llamaba Herr Pavel- que había de conseguir a un precio irrisorio; se trataba del primer volumen del Diario de los literatos de España una de las publicaciones periódicas más notables del siglo XVIII español, cuyo primer número vio la luz en la segunda quincena de abril del año 1737; según me dijo Pavel todo el resto de la biblioteca del difunto Saint-Simon apenas tenía interés y aún así podía llegar a hacerle a la viuda una propuesta por toda ella si no conseguía introducir en un lote generoso -cuya lista de títulos también me proporcionó- el susodicho Diario.
Así es que ahí estaba yo con la viuda. Al sentarse frente a mí -a la sombra de un viejo roble- y cruzar las piernas dejó sin restituir al muslo la parte de abajo del vestido que llevaba puesto; un vestido ligero de gasa, estampado de flores rojas; más tarde se subiría el vestido justo hasta el filo de las bragas que eran blancas y aún así más oscuras que su piel, so pretexto de tomar un poco el sol en las piernas para que la vitamina de D alimentara su cuerpo sólo que al hacerlo y al explicarme el motivo de lo impúdico de su gesto creí entrever una insinuación que yo desvié con la excusa de empezar a realizar mi trabajo. Catherine sonrió, tocó un campanilla y cuando Madeleine apareció le dijo que me llevara hasta la biblioteca. Antes de irme me ordenó lo siguiente, Tiene el día y la tarde de hoy para tasar la biblioteca de mi difunto marido. Comemos a las dos. Cenamos a las ocho. Dormirá -si no le importa- aquí y mañana por la mañana cerraremos el trato tanto si hay acuerdo como si no. Yo acepté todas sus sugerencias. La viuda le dijo a la criada que prepara la habitación malva. Sonrió de nuevo y cerrando los ojos siguió tomando el sol en el rostro y en sus blanquísimas extremidades inferiores.