Banc de Edouard Manet. 1881
El tercer día es el paseo por la ribera del Cubia con Valentín, la despedida a Blanca y Tino, la cena de los arquitectos en el castillo de Doriga y la vuelta a Grao.
El tercer día aparece el sol. Valentín y yo hacemos nuestro paseo matutino. Estoy seguro que si nos hubiéramos quedado un tiempo en Grao, este paseo se habría convertido en una tradición. Durante el recorrido -más largo que el del día anterior, incluso una vez terminado fuimos a una ferretería para arreglar las copias de unas llaves que no funcionaban bien- le pregunté a Valentín sobre los lugares y las condiciones más extremas en las que había trabajado y cuál de todas estas condiciones extremas era la que menos podía soportar. Valentín es director de fotografía. El clima extremo que menos soporta es el frío. Si no recuerdo mal tan sólo le falta por fotografiar -en cuanto a continentes se refiere- Oceanía.
Comemos ese día en el bar de abajo de la casa de Grao. Un bar cuyo local pertenece a la familia de Valentín como también les pertenece el local contiguo que en este caso es una librería. Es una comida despedida. Blanca y Tino han de volver. Cuestiones de intendencia les reclaman: una hija, un gato al que hay que dar un antibiótico... cosas así, rutinas que conforman la vida. Volver para partir. De nuevo es una comida que se extiende en una sobremesa larga, casi hasta las seis. Nos despedimos de Blanca y Tino. Le recuerdo a Valentín que tiene que ir a por un par de cajas de sidra. Marcha Valentín. Impasse hasta la cena durante el que Luis habla con Montse, su mujer y yo me mezo en la galería de la casa. Las ventanas, todas, están abiertas. Entra la brisa de la tarde. Juraría que es una brisa recién llegada del mar.
Hace muchos, muchos años, allá por 1871, el tatarabuelo de Valentín, Juan Fernández Bao -si no recuerdo mal nombre y dos apellidos- volvió de hacer fortuna en las Américas, concretamente con la importación de tabaco habano de la isla de Cuba. Quiso la casualidad que cuando llegó a Paris con su hija y toda su fortuna a cuestas -no se sabe muy bien por qué su mujer se quedó en Cuba-, la corta ilusión de la Comuna de Paris estaba en su apogeo lo que condujo a que las autoridades francesas confiscaran todos los bienes de don Juan para sofocar la rebelión y cuando ésta terminó el gobierno de Thiers, flamante presidente de la recién estrenada Tercera República francesa, le dio a elegir entre devolverle los bienes confiscados o no devolvérselos y a cambio darle el monopolio del tabaco habano en Francia. Juan Fernández Bao, hombre fajado en los negocios indianos, no lo dudó: aceptó el monopolio entre otras cosas porque durante su obligada estancia en Paris, se dio cuenta de que la Ciudad de la Luz era puro humo habano; se hizo muy rico y se compró un castillo en su tierra chica, el castillo de Doriga -al que hoy se le denomina palacio-.
Entre Grao y Doriga habrá una distancia de nueve kilómetros. Cogemos el coche de Valentín -al que ha cambiado esa mañana las ruedas delanteras y Valentín valora en mucho la mejora en la conducción-; llegamos al castillo hacia las ocho de la tarde con el tiempo justo para que la luz del atardecer nos permita hacer una foto en el cuarto de baño principal del castillo; un cuarto de baño decorado con muebles estilo Segundo Imperio traídos directamente desde París antes de que terminara la decimonovena centuria de la era común.
No me detendré en describir la belleza de arquitectónica del castillo (además de que me faltaría vocabulario) -tan sólo hacer hincapié en la sólida torre de base cuadrada que se mantiene erguida desde mediados del siglo XIII y en cuya habitación en lo alto de la torre el abuelo Valentín, miembro científico de la generación del 27, dramaturgo, novelista y gran bailarín de tango -don que por cierto ha heredado su nieto-, pasó largas horas de estudio y escritura -, ni tampoco en describir la figura de Josefina, una mujer del pueblo cuya familia lleva generaciones sirviendo en el castillo y que podría tener un parangón con mi tata Julia y con la que, sin embargo, a lo largo de la velada no pude mantener una conversación cordial lo cual me produjo cierta melancolía como me produjo admiración lo bien que sí conversó Luis con ella; tampoco me detendré en el primo de Valentín, Juan creo que es su nombre, amabilísimo anfitrión, ni en la destreza que mostró Valentín escanciando la sidra en el corredor, ni en los invitados -los arquitectos de ambos sexos, parejas entre ellos, que traían consigo a sus hijos pequeños, muy pequeños aún; arquitectos muy jóvenes que rozan la cuarentena. Todos arquitectos menos uno que se declara ingeniero industrial-; tampoco me detendré en la cena, muy rica, muy asturiana y sí lo haré un segundo en el goterón de mahonesa que se me cayó en la camisa que llevaba puesta y cuyo cerco de grasa fue para mí un incordio a lo largo de toda la noche; tampoco me detendré en la descripción del corredor del primer piso del patio del castillo ni en el archivo que me enseñó Valentín y que aún está por catalogar; pasaré como un suspiro por un tramo de la noche hasta cierto punto surreal que transcurrió en el comedorón -así llamado por ser una inmensa estancia, de altísimos techos artesonados en donde, calculamos, cabrían holgadamente cien personas. El hecho fue que Valentín, Luis y yo llegamos hasta el comedorón y nos sentamos y nos fuimos quedando sentados y pasó el tiempo y llegó un momento en el que Valentín se tumbó en el suelo de castaño y se quedó profundamente dormido, hasta el punto, nos dijo, que llegó a soñar; reseñaré tan sólo, a título de inventario como se suele decir, la tercera discusión nocturna sobre una cuestión que resultó ser un fiasco y tan sólo esbozaré que llegamos sanos y salvos a Grao y que Valentín se volvió a quedar dormido en una mecedora, ciertamente inestable, en la que él, para mí milagrosamente, mantuvo un perfecto equilibrio estando como estaba dormido. Como imagen final de ese día: la galería en penumbra en Grao iluminada tan sólo por el alumbrado público. Sí me voy a detener un poco más en por qué me gustó tanto volver a Doriga y recorrer de nuevo los corredores, los salones, la cocina, los baños, los alrededores. Y es que hace justo cuarenta años, en 1981, conocía por primera vez este pueblo y este castillo. Fue el 19 de febrero de 1981, cuatro días antes del golpe de Estado que tuvo como primer aldabonazo la toma del Congreso de los Diputados por el teniente coronel de la Guardia Civil Antonio Tejero cuando se procedía a la elección como presidente del gobierno de Leopoldo Calvo Sotelo. Aquel viaje lo hicimos Carola, Cristina, Luis, Valentín y yo y sí dormimos en Doriga no en Grao. Esa fue la primera vez en la que Valentín nos hizo una foto en el famoso baño amueblado con muebles Segundo Imperio. Es una foto artística, revelada en sepia, con una composición decimonónica que algún día publicaré en esta revista. Acabábamos de entrar en la veintena en aquel entonces. Lo anecdótico de aquel viaje fue que justo teníamos prevista nuestra vuelta a Madrid en el expreso que salía de Oviedo el 23 de febrero -el expreso era un tren nocturno que paradójicamente era el más lento de todos porque llevaba el correo y había de pararse en cada pueblo o pedanía a recogerlo-. Recuerda Luis que nos enteramos de que se había producido un golpe de Estado cuando entramos en una pastelería, ya en Oviedo, para hacernos con algunos dulces para el viaje. Valentín entonces se puso en contacto con su padre -que trabajaba en televisión española- y éste nos aconsejó que volviéramos a Doriga y esperásemos para ver como transcurrían los acontecimientos. Tras una deliberación tomamos la decisión de volver a Madrid esa noche. Fue la noche más larga de incertidumbre que he vivido en mi vida... pero ésa es una historia que quizás ya he contado... Este es el motivo por el que le había pedido a Valentín que nos hiciera una foto a Luis y a mí en el cuarto de baño cuarenta años después. La composición también esta vez fue artística. Junto a nosotros posó Josefina.