Tengo para mí octubre y un navío rojo como Hemón preso de amor por Antígone se mató sobre su cuerpo y sepulcro; tengo la noche que airea las últimas hojas del arce y que me recuerda o me alerta sobre la posibilidad de que estos tiempos modernos lo sean menos; viene al caso hablar entonces de Antiphates, rey de los laestrigones, los cuales por comer carne humana los llamaron antropóphagos. Este rey edificó una cibdad marítima en Campania llamada Formiae, hoy -¿cuándo es hoy? Por orientarnos el hoy del que habla el autor que no soy yo, correspondería a algún día del año 1605, quizás en Valencia o si no en Valladolid por más que la ciudad carezca de importancia y también el año aunque éste sí nos sirva para justificar lo arcaico del lenguaje y su sintaxis (no me olvido en todo caso del navío rojo y la sensación de octubre pero he de parar porque la necesidad de un vino rojo, un cigarrillo y algo de Canto Gregoriano me obligan a detenerme- se llama Nola [en todo caso me llego a preguntar cómo se llamara Nola en 2014, la que antes se llamó Formiae ]. Ha de reseñarse en esta noche de principios de octubre que a la ribera de esta ciudad llegó el divinal Odiseo por otros llamado Ulyses echado de la tempestad, el cual envió al rey a tres de sus compañeros por embajadores; Antiphates tomó a uno de ellos y se lo comió. Los otros dos se escaparon por pies y el rey los fue siguiendo con un escuadrón de gente hasta la marina y tirándoles piedras y maderos echó al fondo todas las naves excepto en la que estaba Ulyses con algunos compañeros nobles. El cual, cortando las amarras, se hizo a la mar. Esta ciudad dicen algunos haberla edificado Lamo de Lacedomonia caballero muy noble y después de él debió reinar el rey del que he escrito y por más [de allí, dice, llegamos a la antigua ciudad de Lamio, rey de los lestrigones. Antiphates reinaba en aquella tierra. Ovidio XIV. 233-234. Metamorpho]. Del navío rojo, de los aires de octubre, de la madrugada en la que me hallo, de los recuerdos que atesoro, de los maestros que aprendo, de las cuitas y del vino rojo se deduce que los hombres se siguen comiendo a los hombres [no seas crédulo -dice Epicarmo- ni seas inmoderado, éstos serán los nervios y los miembros de la mente humana] así si dejamos que el dinero mande y los unos lo gastan alegremente a costa de la miseria de los más, esto se podría entender como una especie de antropofagia, más sutil si se quiere, más estilizada, pero al fin y al cabo comedia de la cual, insinúa Horacio, fue Epicarmo el inventor (aunque bien pensado cómo nadie puede haber inventado cosa semejante), comedia digo que induce a la risa del que muere helado, del que pide fruta por caridad mientras sabe que unos Antiphates actuales tenían una black creditcard con la que podían gastar dispendiosamente los depósitos de la gente que dejaba sus ahorros y nóminas en la antigua Caja de Ahorros de Madrid hoy Bankia y podría, siguiendo la comedia, establecer una graciosa relación entre las muertes de tres prohombres de los negocios españoles a lo largo del mes septiembre: Emilio Botín, Isidoro Álvarez y Miguel Boyer -antropófagos de pro-. El navío rojo me lleva a la misma conclusión que el ya citado Ovidio dio al motivo por el cual Egisto se volvió adultero -motivo que argumenta en su De remedio amoris- La razón es manifiesta: no tenía nada que hacer. Octubre, estos primeros días, me recuerdan que alguien nació pasado mañana y que el navío rojo apenas podrá con la gran ola que se acerca a una velocidad considerable y aún con todo quiero dar un trago al vino y aguantar hasta las seis o las siete de la mañana, ver amanecer, llevar mi cámara y fotografiar el rocío sobre la primera hierba que me encuentre en el camino y quisiera sentirme extrañamente orgulloso y poder airear en la soledad de las calles que me encontraré que tengo la dicha de poder llamarme Fereclo y que tengo en mi haber haber sido el constructor de la nave en la que Paris trujo robada a Helena. Reconoceré -si alguien me lo pregunta- que no soy el verdadero Fereclo pero sí siento el mismo orgullo que debió sentir él por haber albergado en una construcción suya la quintaesencia de la hermosura. O algo así.