Preámbulo
Quizá mi nombre un día importe. No es este el día en el que eso vaya a ocurrir con lo cual déjenme que tan sólo me presente como
O. V.. Nada importan estas iniciales y será la única vez en que las escriba (conste que podría haber escrito cualesquiera otras o si me dejara llevar por las teorías de uno de los más grandes herejes de Freud, como mucho me atrevería a afirmar que la sincronía entre las energías de universos y anti-universos o de materias y anti materias, en este preciso tiempo o devenir [o anti-tiempo o anti-devenir], llámelo usted como quiera, ha generado -la sincronía- esta asociación de una
o con una
v de resultas de la cual han surgido estas iniciales); también serán iniciales los nombres de las ciudades, calles y plazas donde ocurrieron los hechos que me dispongo a narrar. En este caso el motivo es más estratégico: no quiero ponérselo fácil a la pareja que viene a por mí; no quiero que debido a cierta vanidad -¿no es acaso
vanitas narrar para unos lectores hechos que le han ocurrido a la autora? ¿no se deduce que yo estoy convencida que, en efecto, mi narración va a ser leída?- den con mi paradero y entonces, sí, entonces se cumpla ese viejo adagio popular que dice
a la tercera va a la vencida. A la tercera acabarán con mi vida. Para que puedan entender de lo que estoy hablando tendré que iniciar mi historia hace ahora 45 años, en el mes de enero de 1978 en la ciudad de M. Fue ese el año en que se produjo el primer encuentro. El segundo se produjo en el mes de enero de 2023. El tercero me llevará al Averno. Por eso quiero dilatarlo. Porque aún no quiero morirme... o permítanme una precisión: aún no quiero que
me mueran.