No está en mí, Mosquita Muerta, la emoción -definámosla como pensamiento más sentimiento- de la ternura. Nací y fui menospreciado -literalmente: preciado en menos-. Ahora saben las estudiosas del alma de los niños que esa emoción de sentirse menos es veneno puro, veneno barato porque no se compra en las boticas sino que emana gratis del carácter y las circunstancias de los progenitores -como el mundo de las relaciones privadas ha cambiado un poco, ahora hay que poner otra palabra: cuidador-; si en el cuidador/progenitor anida el veneno gratis del menosprecio, ya se puede agarrar a la vida a quien le toque sufrirlo. La infancia es una cárcel de por vida. Somos presos de nuestra niñez desde que el siglo XVIII decidió dar carta de individualidad a cada individuo. La vida se vive desde emociones que entraron libres de barreras en los años en los que el pensamiento aún no forja actitudes. Ser niño es ser indefenso por eso hay viejos que siguen siendo niños porque se mantienen indefensos -esos viejos, por cierto, son los imprescindibles-. Yo conocí a un viejo de ésos. Se llamaba Antonio R. Espino. Yo era muy joven entonces y él me quería follar. Era maravilloso su deseo hacia mí, cómo en las tórridas tardes de un julio de mil novecientos setenta y ocho, en la esquina de las calles Lagasca con Lista, en el barrio más rico de la ciudad de Madrid, ese viejo pordiosero y ese joven hippie hojeaban sentados en un banco las historietas de Tom de Finlandia mientras sus ojos me devoraban la polla y la boca y exclamaba indefenso como un colibrí en el puerto de Hamburgo que daría la vida por lamerme el culo mientras me hacía una paja. Ese hombre que se teñía el bigote y los aladares del cabello con betún; ese hombre que había recorrido media Europa siendo sodomizado por todos los marineros que encontró; ese hombre que había acabado tirado en un banco, abandonado por todos y que sólo gracias a la fraternidad de una vieja meretriz argelina llamada Carmen, encontró un cobijo donde pasar un tiempo, ese hombre digo y todos los hombres como ese hombre, son imprescindibles porque en su piel y en su mirada llevan grabada a fuego la emoción de la ternura. Me contaba Antonio R. Espino terribles historias de su padre que debía de ser un cacique pacense de armas tomar y callaba cuando recordaba a su madre y se le llenaban los ojos de lágrimas y en su rostro se dibujaba una tierna devoción, como si callara ante la imagen de la virgen venerada, casi despedía olor de santidad, lejanos ecos de inciensos; ese hombre había aprendido el horror de su padre y la ternura de su madre. ¡Ay, pobres míos, los que no aprendisteis de vuestros carceleros la gracia de la ternura! ¡Andaréis cojos y desarmados por el mundo! Un día y otro día os preguntaréis si tenéis derecho a la risa, incluso si tenéis derecho a la vida y temblaréis cuando vosotros mismos -desdichados antitiernos- tengáis hijos porque siempre, hasta el final de vuestros días os preguntaréis si hicisteis mal, si fuisteis influencia nefasta para el alma de ese niño que es tu hijo y que bien sabes que nunca le podrás transmitir una de las emociones más esencialmente alegres.
Yo, Pablo Molviedro Ichaso, soy padre de una niña a la que devotamente pido perdón y ruego que cuando en su madurez me recuerde en una reunión de amigos en la que muchos hablarán de sus padres muertos, ella me otorgue un solo beneficio: la duda de si habría sido un buen hombre de no haber sido menospreciado. No escribo desde este rincón que tan generosamente me presta Loygorri para lamentarme de mí sino para avisar a los posibles lectores de que cuiden el alma de los niños, que los aprecien como si fueran duendecillos que habrán de crecer para que no llegue el día en el que como yo se lamenten de lo que nunca conocieron y por lo tanto fueron incapaces de transmitir.
Firmado
Mosquita muerta